PERSONAS
A veces, una breve imagen pillada casi al azar propicia un replanteamiento sobre algún tema. O una nueva perspectiva.
Es lo que me sucedió el otro día. En el informativo de la tele (sería el de TV1 o de TV3, desde la desaparición de Cuatro no veo otros) aparecía un parado hablando de su experiencia. Y puso el énfasis en la cuestión de la autoestima. Vino a decir cosas que también yo, sin haber estado nunca parado, he llegado a plantearme en ocasiones. Y eso que hablo de oídas.
En ocasiones, dijo, cuando estaba a solas pensaba que probablemente su vida había sido un fracaso. Algunas veces pensaba incluso que un gran fracaso. Que algo había hecho mal, que probablemente él no servía para la vida (como si la vida fuera un trabajo, que supongo que un poco lo es), que su mala situación podía deberse esencialmente a no haber sabido manejar bien la existencia. El hombre lo resumía hablando de la anulación afectiva a que le llevaba esa situación.
Todos sabemos que el paro no son cifras, sino personas. Y lo más duro, seguramente, son las secuelas psicológicas. Me gustaría haber podido tener la oportunidad de hablarle a ese hombre para decirle que la culpa no era suya, que nadie había fracasado. Que la cosa era más sencilla, y más terrible. Que la vida de muchos necesita cobrarse estos peajes, exactamente como los imperios necesitan muertos en combate para que algunos puedan vivir como reyes. Y me hubiera gustado poderle dar una palabra de ánimo, con la certeza de que los males tienden a acabar algún bendito día, que espero que sea pronto.
Son esas cosas que le dan a uno: me gustaría decirle, me gustaría contarle a ese señor que sale por la tele. Tonterías... La vida luego hace que la realidad se imponga. No necesitamos tele, en realidad no la necesitamos.A principios del presente curso descubrí que habían abierto un nuevo restaurante cerca del trabajo. Un miércoles, que es uno de los dos días que me quedo a comer en el trabajo, me dirigí hacia allí, diría que con excesiva desenvoltura, porque me dejé la cartera en el departamento del instituto. El dueño, un hombre de mi edad, era enormemente agradable y cocinaba muy bien. Como no había nadie más nos entretuvimos hablando. En el momento de pagar pasé un malísimo rato cuando comprobé que no llevaba el dinero. Alarmado le expliqué dónde trabajaba y prometí que volvería en un minuto. Pero el dueño no quiso, que se fiaba de mí, que mañana sin prisas... Me despedí algo azorado, dándole las gracias y sintiéndome ridículo. Naturalmente al día siguiente entré en el restaurante con el dinero en la mano y saldé mi deuda.