En esta época de desencantos conviene tener presentes las grandes mentiras que nos contaron. No para extasiarnos con ellas y hundirnos aún más. Para lo contrario. Para que las mentiras que fuimos descubriendo (las pequeñas, las grandes, las enormes) nos recuerden, por contraste, que la vida también está compuesta de grandes certezas.
Hoy comienzo con una pequeña mentira, de las que no te llevan a ningún desengaño, sino de las que quedan guardadas en el pequeño rincón de las anécdotas. La actualidad de este enero me la ha recordado. Pretendo que sea la primera mentira de mi vida que recuerde aquí, en el blog.

Hace cinco años y medio que dejé de fumar. Estaba a punto de aprobarse la primera ley antitabaco. Yo dejé de fumar en previsión de malestares futuros. Tan crudo me lo pintaban que pensé que no me quitaría nadie de fumar; que me quitaría yo mismo.
Yo era (soy, supongo que siempre seré) un toxicómano de la nicotina. Había comenzado a fumar cuando tenía quince años. Recuerdo (juro que parece otra mentira, y en cambio es totalmente verdad), recuerdo que fumaba en el instituto, en plena clase. Era un alumno de primero de BUP y mientras me peleaba con las mates o con la literatura encendía mis Fortuna, Ducados, Winston, Marlboro, Camel, Lucky o lo que se terciara (rubio o negro, daba igual). Fumábamos todos en clase, profesores y alumnos. A la salida, más tabaco. Siempre tabaco. Mientras leía, mientras escribía, mientras veía alguna película, cuando tomábamos algo con los amigos, cuando paseábamos. Recuerdo los mareos descomunales con los primeros cigarrillos: al volver a casa, dando tumbos, de un lado para otro de la calle, como si me hubiera bebido un coñac tras otro. Hasta que me acostumbré a la nicotina, lo que ocurrió a las pocas semanas.
Fumé durante años y años de forma compulsiva. Y la ley de Zapatero (la primera) me dio tanto miedo que decidí dejarlo antes de pasarlo mal. Decidí pasarlo mal por propia voluntad. Porque sufrí horrores, lo nunca escrito. El tabaco se había colado en mi vida, en mi ropa, en mi pelo, en mis sueños y en mis pesadillas. Nunca olvidaré el último cigarrillo. Hace casi seis años. Domingo por la noche, antes de acostarme. Quedaban cinco en la cajetilla. Si había decidido que a partir de la mañana siguiente no iba a fumar más debía acabar los cinco que quedaban en una hora y media. Fumé sólo cuatro, porque el quinto ya no me atreví a encenderlo, casi al borde de la intoxicación.
Hice una cosa bien: conocerme un poco. Supe que con el estrés cotidiano del trabajo servidor sería débil y no podría. Así que lo dejé en verano, al inicio de las vacaciones (me daba rabia también, porque pensaba que me las estaba amargando). Y, como ocurre a veces en la vida, me conocí un poco más y supe que era fuerte. Porque a pesar del horrible sufrimiento lo conseguí.

Lo único que utilicé fue chicles de nicotina durante una semana. Cuando vi que me estaba enganchando a los chicles los dejé también, ya al borde del abandono. Hubo otra cosa que pensé que me iba a ser de gran ayuda (y he aquí la mentira del título): leer el libro que por aquel entonces leía todo el mundo:
Es fácil dejar de fumar, si sabes cómo de Allen Carr.
Jamás he odiado tanto un libro. Lo leí antes de ponerme, como si se tratase de una terapia (en el fondo lo era). Me escamaron afirmaciones espantosas: en un momento el autor llegaba a decir que el tabaquismo era peor que las armas atómicas porque había matado a más gente. Solté el libro con rabia. Siempre he pensado que esta afirmación, aunque sea verdad, no es otra cosa que una sandez, ni que sea por el potencial peligro que supone la energía atómica, y más aplicada a la espantosa industria armamentística.
Fue una mala entrada con el libro. Y tuve una peor salida. Porque cuando estaba retorciéndome de sufrimiento, por el mono, me acordaba de él y pensaba que no existe nada peor que la mentira. El autor había mentido bellacamente. Se podían decir mil cosas. Que dejar de fumar es saludable, que conviene hacerlo, que se puede conseguir. Pero decir que es fácil es una soberana tomadura de pelo. Para mí no fue fácil en absoluto. Estoy contento de haberlo dejado, lo recomiendo absolutamente a todo el mundo, pero jamás le mentiría a nadie diciéndole que es fácil. Le diría que no se arrepentirá. Y que el esfuerzo habrá valido la pena. Eso sí.
Supongo que cada persona necesita sus propias estrategias. Para algunos ciertas mentiras acaban siendo una ayuda, porque todos nos acabamos convenciendo a veces de que nuestras mentiras son grandes verdades. Nos agarramos a ellas para seguir caminando. Yo prefiero la versión cruda. Que no me digan que subir la montaña es fácil. Que me digan que es una tortura pero que el espectáculo que se divisa desde lo alto vale la pena por encima de todas las cosas.