ZARAGOZA, EL AVE, EL FUEGO Y JAIME PEÑAFIEL
Este verano estuve en Zaragoza. Era la segunda vez. La primera fue cuando tenía dieciséis o diecisiete años. De aquella primera visita permaneció, sobre todo, el impacto de la Aljafería. Se trataba de comprobar ahora si realmente valía la pena o fue una pequeña fascinación debida a la inocencia de la juventud extrema. Como cuando relees un libro treinta años después: no todos pasan, lo sabemos bien, la prueba del tiempo.
Como en Barcelona tenemos AVE, caro pero eficaz, decidimos tomarlo de buena mañana, y regresar después de comer. En dos horas nos íbamos a plantar en la ciudad del Ebro, veríamos lo más destacado, y volveríamos puntualísimos, sin habernos siquiera despeinado. O eso creíamos nosotros (es evidente que siempre la vida puede más y te reserva sorpresas no siempre gratas).
Zaragoza es una ciudad pequeña que merece mucho la pena. La zona antigua, los aledaños del Pilar, el mercado, las callejas... El Pilar es enorme y merece la pena verse, a pesar del estilo arquitectónico. (Es curioso, tanto que me gusta el barroco en pintura y literatura, en cambio en arquitectura prefiero de lejos la sencillez del románico o la fastuosidad vertical del gótico). También la Seo, la Catedral, muy cercana al Pilar. Y el río detrás, en una de esas típicas imágenes de la ciudad.La Aljafería no me desengañó en absoluto. Es tal como la recordaba: un vestigio de esos reyes moros de la épica francesa (y española). Un paraje de enorme delicadeza árabe, una sorpresa encantadora. En ella están ubicadas las Cortes aragonesas y sus dependencias. Hicimos la visita de rigor y descubrimos, cómo no, que los encantadores Reyes Católicos dejaron su delicada huella, como solían hacer (es irónico, claro).
Tras comer en un agradable restaurante volvimos a la estación Delicias para regresar a Barcelona. En dos horas íbamos a estar en casa. Pero, como sucede a veces, o quizá mejor, como sucede siempre, el hombre propone y la vida dispone lo que le da la gana. Mientras íbamos hablando de las excelencias del AVE (qué rápido, que agradable, qué cómodo) el tren se detuvo en seco. Pensamos, cómo no, que se trataba de una parada técnica sin importancia.
Cuando llevábamos media hora era evidente que había ocurrido algo. Comenzamos entonces a deslizarnos por la vía a velocidad de tortuga. Lleida permanecía al fondo, lejana y sola (otra ironía). La bordeamos y continuamos, al mismo paso de tortuga, en dirección a Tarragona. Hasta que una nueva detención, con los consabidos chasquidos de lengua alrededor, hizo suponer que la cosa sería aún peor. Una amable señorita nos informó por megafonía que debido a un incendio íbamos a permanecer detenidos un rato más.
En concreto la minucia de media hora. Continuamos luego, a la misma ínfima velocidad de crucero. Una liebre nos hubiera adelantado. Miramos el reloj. A esa hora teníamos que estar llegando a Barcelona-Sants.
Cuando estábamos a punto de llegar a Tarragona se detuvo el tren de nuevo. La misma señorita que nos había hablado antes nos informó que debido a un agravamiento de la situación del fuego nos veíamos obligados a regresar a Lleida. Dicho y hecho. El tren volvió sobre sus propios pasos deshaciendo el camino andado. En media hora entrábamos en la estación de Lleida-Pirineus (que así se llama, aunque los Pirineos caigan a tres horas en coche). La estación estaba repleta de AVES, de TALGOS y de gentes diversas procedentes mayormente de la Villa y Corte. Todos en pie, fumando en los andenes, vociferando, gritando otros, amarrados a las botellas de agua, soportando el insoportable calor de tarde de julio. Y se dio entonces una de esas situaciones incómodas pero con un punto divertido.
La simpática señorita que se iba asomando ocasionalmente a la megafonía dijo en su mejor tono que nos dirigiéramos al vestíbulo de la estación. Iban a habilitar autocares que nos iban a transportar a la estación de Tarragona, lugar donde tomaríamos otro tren que nos llevaría en un santiamén a Barcelona. Eso sí: los autocares iban a ser ocupados por estricto orden de llegada al vestíbulo. Podéis imaginaros el resto: carreras, empujones, gritos, caídas. Los pijos madrileños del barrio de Salamanca perdieron toda compostura de clase y se tiraron a codazos, que de eso saben.
Servidor, en estas circunstancias, no pierde la calma. No es mérito: lo que ocurre es que no me gusta correr, y pienso, ya no viene de media hora. A quien sí le venía era al insigne periodista del corazón Jaime Peñafiel que, ataviado con su corbata, el pañuelito blanco asomando por el bolsillo de la americana y perfectamente maquillado, se dispuso a llegar rápido a la cola porque tendría algún programa en Barcelona aquella noche. Todos nos dispusimos a guardar nuestro turno en una cola quilométrica pero como siempre ocurre también en estos casos, la gente es aficionada a la trampa y a colarse. Con las consiguientes quejas y protestas de los obedientes, entre los cuales me proclamo a mucha honra.El calor era tremendo, como suele ser en mi ciudad natal. Todos seguíamos allí, bajo el sol justiciero, esperando los autobuses que no llegaban, o llegaban poco a poco. Miré entonces al periodista Jaime Peñafiel. El sol había comenzado a afectarle al maquillaje. Mucho menos encantador que en la tele, parecía que acababa de meter la cara dentro de un plato de aceite.
En cuando llegaron los autocares (una horita de cola) nos llevaron a Tarragona donde, tras una hora y media de trayecto por la Nacional (la autopista también estaba cortada) tomamos un tren que nos dejó en nuestra ciudad cinco horas y media más tarde de lo que el rapidísimo AVE había previsto.
Lo peor no fue eso, lo peor no fue ni siquiera haberse topado con J.P. Lo peor, y de largo, fue el incendio; esa lacra de todos los veranos. Pero ese sería otro tema.