Recuerdo que en un curso que hice sobre creación literaria el profesor nos retó, el primer día, a que diéramos una respuesta práctica a la pregunta
¿Para qué sirve la literatura? Práctica, dijo. Salieron las cosas esperables. Por ejemplo, para culturizarnos con el fin de ser mejores. Pero es discutible: no siempre la gente culta es mejor. Ni siempre, con más cultura, eres más feliz (lo digo en unos momentos en que parece que los únicos felices puedan ser los ignorantes). No: si la pregunta tenía una respuesta práctica no era esa. Otras respuestas perfilaban más: la literatura abre puertas y sacia nuestra curiosidad. O abre puertas y plantea infinitos interrogantes (esta última me gustó más porque es más borgiana). O sencillamente porque la lectura resulta un placer que acaba siendo, por voluntad, inevitable. Porque, por tanto, nos enriquece el alma. Porque permite acceder a realidades no materiales de nuestra existencia. Porque nos enseña a mirar más y mejor. Porque implica alimentar la imaginación que tiene, en sí misma, un potencial inagotable.
Todas esas resultaban respuestas convincentes. La literatura valía la pena, estaba claro. Pero no fue ninguna de ellas la que más me llamó la atención. A lo largo del coloquio alguien propuso otra respuesta que nos convenció más. De hecho, cada vez me convence más. La literatura sirve para saber contarnos nuestra propia vida. Muchos dirán que eso es una tontería, y yo no lo creo. Si literaturizamos nuestra existencia la dotamos de sentido, y eso, en la práctica, algún tipo de beneficio ha de aportar.
Yo siempre he pensado que, acaso por influencia de la literatura, sé contarme mi vida. Le busco señales, relaciones, símbolos, metáforas. Me divierten los episodios cómicos y los acentúo, como si habitara una comedia elevada. En los momentos duros (si no son muy duros) sé distanciarme lo suficiente como para verle las aristas dramáticas. Normalmente relato mi vida a los míos y, tras añadirle algo de sal y pimienta, utilizando los viejos recursos de la narratividad, acabo pensando que mi vida no es aburrida (ya es mucho). Naturalmente, para este ejercicio, uno debe convertirse en personaje. Procuro ser un personaje amable, y no cargar las tintas en nada: ni en lo gracioso, ni en lo valiente, ni en lo listo (tampoco en lo cobarde ni en lo simple). Los personajes con las tintas cargadas siempre me cayeron mal. El no va más de la literaturización es cuando en una sola vida, la de cada uno, eres capaz de interpretar diferentes personajes, según el contexto: un profesor serio y severo, un amable y entregado vecino, un amigo divertido siempre con la anécdota a punto, un buscador de tópicos, referencias y mitologías, un
flâneur que trasciende los paisajes (o lo intenta). Supongo que nos ocurre a todos. ¿Que no hay defectos? Bueno, esa sería la otra cara de los personajes, pero uno mismo no es quién para juzgar. Que juzguen los otros. Y que tengan la misma generosidad con los defectos ajenos como la que tenemos para los propios.
Pero la tendencia a literaturizar tiene un exceso en el que procuro no caer nunca. Es un defecto incómodo, que destruye la verdadera naturaleza de saberse contar la propia vida. O no. Lo mismo que hay novelas realistas y otras expresionistas, puede que ocurra lo mismo con las vidas contadas de cada uno.
A este respecto recuerdo que, en mis años universitarios, tenía un amigo poeta, compañero de clase. Poeta de altura, no se piense. Había ganado algún premio destacado y escribía francamente bien. Sus poemas anunciaban un mundo interior muy denso y una vida intensa a muchos niveles. Por esas casualidades de la vida le presenté a una amiga. Y, también por esas casualidades, iniciaron una relación. Su historia duró unos meses, tiempo más que suficiente para que mi amigo construyera un poemario arrebatado de su historia de amor. Nos reuníamos en aquellas noches de cerveza y porros, y él nos leía sus poemas, con mi amiga y amante suya presente. Nosotros nos arrobábamos, y escuchando los poemas creíamos asistir como espectadores a una historia de amor única. Mi amigo comenzaba a glosar las miradas que él y su amada se dedicaban, sus silencios, cierta noche en que escucharon Schubert, el paisaje que podía divisar desde la ventana cada vez que acudía a casa de ella para pasar la noche, los instantes mágicos en que ambos se quedaban abrazados pronunciando palabras en voz baja para hacer eterna la noche, el hilo que estaban tejiendo que lograba mantenerles unidos incluso cuando no estaban juntos. Entonces, en pleno fervor poético, nosotros mirábamos a mi amiga, pensando que era una chica afortunada, pues un amor tan pleno no se vive cada día. Y, sorprendentemente, mi amiga parecía extrañada mientras escuchaba a su amante: iba negando levemente con la cabeza como tratando de espantar una idea inoportuna. Un día la felicitamos fervorosamente: estaba viviendo una historia poética, plena, maravillosa. Ella se nos acercó y nos explicó su versión. Que no, que no era cierto. Que no era verdad lo que contaba el chico en sus poemas. Que estaba muy bien, eso sí, que le gustaba estar con él, pero que ni miradas, ni silencios, ni palabras, ni Schubert, ni hilos misteriosos.
- Llega, follamos, charlamos un rato y se larga. Ni más poesía ni más hostias, que os juro que no. Que se lo inventa todo, Que eso sólo existe en sus poemas.
Si no la hubiera conocido hubiera pensado que era un alma negada para la sensibilidad, incapaz de captar la profundidad del otro. Obviamente no era así.
El exceso que decía antes es ese: literaturizar hasta el extremo, convirtiendo tu vida en un pura mentira de arriba a abajo. También trato de no caer en eso que, por otra parte, puede que sea en realidad una puerta a la felicidad.