Visité París, por primera y única vez de momento, el mes de julio de 2002. Visité los museos que manda, con excelentísimo criterio, el sentido común (Louvre, Rodin y d'Orsay, a los que dediqué una entrada en mi blog anterior, ahora hace justo un año); visité edificios emblemáticos, como la ópera Garnier, la Madelaine, la torre Eiffel, el Pompidou, el arco del triunfo; paseé por el Sena, por el canal Saint Martin, por la rue Rivoli, por los boulevares y por el Quartier Latin; tomé algo en los cafés de Saint Germain des Pres y las heladerías de la Ile de la Cité; subí a Montmartre y bajé a Montparnasse; me extasié en la place des Vosges, entré en muchas librerías, me dejé llevar por el mito, busqué a la Maga en todos los puentes pero sabiendo que de hallarla la encontraría en el Pont des Arts. Todo eso hice. Lo cual equivale a decir que me enamoré de París.
En esos días viajé con una antiquísima cámara de fotos digital y dos memorias Compact Flash. A medio viaje cambié la memoria y continué haciendo fotos, llenando con fruición la segunda. Cuando llegué a Barcelona puse las memorias en el ordenador y descubrí, con verdadero horror, que una de las memorias se había estropeado. Es decir, que había perdido la mitad de las fotos de mi viaje a París. Sentí aproximadamente lo mismo que sentiría si me arrancaran una muela sin anestesia.
Pero no me resistí. Visité casas de fotografía, fotógrafos más o menos reputados, consulté con el fabricante de la cámara y con algún medio hacker de esos que consiguen lo imposible. Y todas las respuestas fueron exactamente la misma: olvídate, tira la memoria e imagina que nunca hiciste esas fotos. Son irrecuperables.
Pero no hice caso. Por un lado, ¿cómo imaginar que nunca hice esas fotos? Equivalía a imaginar que nunca estuve en París. ¿Y cómo deshacerme de la memoria estropeada? Tirarla a la basura, por inútil que fuera, implicaba sentir que me arrancaban la otra muela. La memoria fallida, la memoria alzheimica, se convirtió casi en un icono de la ceguera, un recordatorio de que yo estuve allí pero no podía asegurarlo.
Fueron pasando los años y se comenzó a hablar de algo nuevo (tanto y tan deprisa cambia la tecnología): los programas de recuperación de fotografías. Ahí estaba la memoria, en una caja, como en una tumba por inútil. Era tanto mi descreimiento que no pensé que las fotos pudieran ser recuperadas jamás.
Pero hace cosa de un par de semanas me decidí. Desenterré la memoria ingrata, la memoria que me falló, mi estropeada memoria parisina. Me bajé un programa de recuperación de fotos que estaba puesto en Softonic. Y probé suerte. Nada. Cero imágenes recuperadas. Bajé otro programa sin ninguna esperanza. Y tras instalarlo observé que el número de imágenes que se recuperaban iba creciendo de forma extraordinaria. Si tardó tres minutos en leer toda la memoria fueron tres minutos que ni respiré ni parpadeé. ¿Era posible lo que parecía que estaba ocurriendo? Solamente iba a creerlo cuando el proceso hubiera terminado y pudiese contemplar, ocho años después, las fotos de París.
Las vi. Las tengo. Las recuperé. Con peor calidad, supongo, pero algo es algo (son las que ilustran esta entrada, entre muchísimas otras). ¿Alguien puede imaginarse lo que se siente al ver unas fotos, hechas con la máxima ilusión, ocho años más tarde? ¿Alguien puede figurarse la ilusión de borrar de un plumazo ocho años y sentir que de repente ayer estuviste en París y hoy estás viendo las fotos de la forma más natural? Desde ese día me he acordado mucho de Walt Disney, por ejemplo, y la historia de la criogenización me parece seguramente un poco menos absurda.
Pero lo más curioso es la memoria y sus circunstancias. No la memoria Compact Flash, sino la memoria humana. Cierto día, viendo un documental por la tele, apareció la place Vendôme. Pensé entonces, o quizá pensé más tarde, que qué raro haber estado en París y no haberme acercado a la place Vendôme. Supe que cuando regresase no me la iba a perder. Pues bien, cuando el otro día, tras ocho años, vi las fotos de París descubrí una fotografía mía en plena place Vendôme. ¿De qué forma llegué a olvidar esa plaza? ¿Por qué extraño mecanismo creí que yo jamás estuve ahí? Esta plaza me recordará a partir de ahora que no sólo fallan las memorias Compact Flash sino también las que llevamos incorporadas. Pero que, no se sabe por qué extraños mecanismos de la vida o del destino, ambas pueden ser recuperadas.