DE PARÍS, CUANDO HACÍA FRÍO
Ahora que septiembre ya gira hacia su final, a pesar del calor insoportable, recuerdo mi último viaje a París. Fue el pasado fin de año y quise contarlo aquí, pero no alcanzó el tiempo. Al poco empecé un paréntesis en el blog que hizo que el tema quedara colgado.
Hacía un frío descomunal, al menos para los desacostumbrados barceloneses que disfrutamos todo el año de temperaturas fácilmente soportables. Pero París es siempre París. Una ciudad elegante y enormemente bella. Con esos contrastes que implican pasar de un extremo a otro con la misma facilidad con que cruzamos de rive a rive.
París durante fin de año luce más, si cabe. Es la ciudad de los excesos, también. En las galerías Lafayette los escaparates son pequeños teatrillos infantiles con marionetas y muñecos que cobran vida. Por la zona de Notre Dame y los puentes la melancolía lo invade todo. Por Saint Germain se vive y se bulle de forma ya expresionista ya enormemente mundana (ambas formas tienen mucho en común, como se sabe). Por la Ópera Garnier y los grandes boulevares la amplitud de las calles te expone brutalmente al frío. Por los Campos Elíseos brillan los 300 árboles iluminados con infinidad de luces. París, durante las navidades, es más. ¿Cómo no amarla? ¿Cómo no desear ser parisien?Lo deseé intensamente cuando, bajando por la rue Mouffetard (en la foto), por el barrio latino, disfrutando del mercado popular que hay en aquel lugar, llegamos a una plaza donde sonaba el karaoke más insólito que he visto nunca. Mientras un señor con acordeón tocaba, la gente se ponía a cantar, leyendo la letra en unos folios plastificados que el músico traía. Se organizó un coro espontáneo que no sonaba nada mal. Una pareja bailaba tan arrebatadamente como la letra de Sous le ciel de Paris permite suponer, mientras los demás cantaban, probablemente recordando a Edith Piaf. Para entender lo que sentí en esos momentos basta con escuchar la canción e imaginar que bajando por el Quartier Latin te asalta la melancolía.
Los parisinos, para entrar en calor, engullen vino caliente, que resultaría a priori un método poco sofisticado. Para compensar, comen y cenan en Maxim's o en Le Procopé. A este último fui, pero solamente porque ofrecían un menú de 20 euros, que París es muy caro y yo un funcionario de sueldo recortado. Le Procopé, en la rive gauche, es el café más antiguo del mundo. Data de 1686 y ahora funciona como restaurante. En él, Voltaire consumía sus 40 tacitas de café diario. Fue una inesperada sorpresa, de esas que en cada esquina te regala París.
Y en esta estancia plenamente hibernal disfruté de otro regalo inmenso, inmenso. La exposición de Monet en el Gran Palais. Una exposición que a mí me recordó un poco a la histórica antológica de principios de los 90 sobre Velázquez en el Prado, en el sentido de recopilación de obras dispersas del autor conformando casi su opera omnia. Fue tan extraordinario ver a Monet completo que puedo decir que creo que es la exposición más bonita que he visto en mi vida. O una de las más bonitas.
No me alcanza el tiempo. Así que si París bien vale una entrada, Monet merece otra. Prometido.